_Me agradas, pero no puedo hacer nada_ dijo ella, en una frase breve, cargada de resignación, en la cual su tono vibrante y lento, casi en susurro develaba inseguridad, como si fuera caminando despacio mirando el suelo, sin hacer ruido, apoyaba el pie preguntándose si daría el próximo paso o no, si la siguiente palabra que le seguía a la anterior serviría para aclarar o oscurecer lo único que podía decir. Su frase salió con esa culpa de frase furtiva, con el temor de un tabú, de lo que jamás hubiera dicho por conciencia propia sino fuera porque las cuerdas vocales vibraban autónomas, las palabras se aglutinaban en su boca y se caían solas de sus labios. Un sueño despierto en donde los sonidos salen de nosotros sin darnos cuenta, un pensamiento en voz alta. Pero sin duda alguna, ella se había escuchado y seguramente después se sintió más tranquila. La paz, la neutralidad, se concentró en su rostro de rasgos sutiles, con mejillas levemente sonrojadas por la irrigación, por los latidos fuertes, por la impaciencia que le causaba, el no poder expresar lo que su silencio quería ocultar, lo que su mirada gritaba. Sus ojos y su mirada, carne y espíritu se entrelazan en esa solución homogénea que brillaba, que a cada instante parecía derramar una lágrima, ese detalle de fragilidad, la bañaba de ternura incomprensible e iluminaba su deseo.
Ella era, una chica que se puede denominar “normal”, no tenía absolutamente nada que la diferenciara de otra, una mas esbelta que otra, unos centímetro más, otros menos, los labios marcados, maquilladas o no eran todas iguales. Pero ella era diferente, única, no, no es una contradicción, es una reafirmación, ella era una sola en tiempo y espacio por todo lo que la rodeaba, ese algo imperceptible por la gran mayoría, esa ilusión, esa esperanza de poseer no con un sentido de propiedad, sino de extremado placer que puede causar el simple roce de unos labios, en una mejilla, en unos labios. No me atraía lo que ella me mostraba, ni siquiera lo que era, sino lo que yo veía (o creía ver) en ella.
No nos conocíamos, era la segunda vez que nos cruzábamos en esta vida. ¿Qué quería decir, entonces, en el momento en que dijo “me agradas...”? Muchas cosas.
Hay que tener en cuenta, que las mujeres, en los primeros encuentros, especialmente, con personas casi desconocidas por completo, nunca dicen lo que quieren decir, y si uno quiere descifrar lo que hay detrás de cada mensaje, porque tiene un especial interés en saber lo que la mujer le quiere comunicar tiene que hacer una labor similar al del Paleólogo en un códice de un siglo de antaño.
“Me agradas”, no me lo dijo con introducción, ni ornamentos de ningún estilo, no tomó la distancia, a la que suele aferrarse uno cuando habla con personas lejanas de edad, tratándola de “usted”, ya que en ese caso me hubiera dicho “me agrada” pero ahí había una “s” al final que la acercaba a mí más de la cuenta, me dirigió esa palabra, tomándome como su par, como si nos conociéramos, como si antes de esa palabra, hubiéramos pasados días completos conversando, me decía “vos me agradas”, ya era parte de ella, o al menos ella así lo sentía.
Aún cuando ninguna palabra de las que había pronunciado, las hubiera dicho con voluntad propia, existían otras palabras que el tiempo no se las permitía ni siquiera pensarlas. Jamás, me podría decir te amo, te quiero, te deseo, me gustas, porque feminidad se hubiera destrozado, se caería en pedazos, entonces el único sinónimo de aceptación era agradable, que la elevaba en delicadeza, que no decía nada más que le agradaba porque me sentía cerca, le interesaba y la entendí.
Luego dijo “pero...”, milésimas de segundo, en donde el tiempo se detiene y una infinidad de puntos suspensivos, comienzan a palpitar, las pupilas se dilatan y el pecho se oprime esperando con una mezcla de impaciencia y melancólica tristeza, algo contrario a lo que dijo anteriormente, le agradaba pero...
“No puedo hacer nada”. Ningún final de los tantos libros que leí, tenían tanta dulzura y belleza como el desenlace de esta frase. Todos sabemos que aquello que se nos presenta como prohibido en cierta medida, se nos puede presentar como posible objeto de deseo. Ella no dijo “no quiero hacer nada”, dijo “no puedo”, que es algo bien diferente, si no podía, era posible que quisiera, pero algo se lo impedía, ese algo en el mejor de los casos podía ser su compañero. Su pareja era lo que prohibía que ella me dijera e hiciera todo de manera explicita. El deseo era palpable en la atmósfera no había más palabras que las dichas y no habría más, nunca más. Los dos parados frente a frente sin decir nada durante ocho largos segundos que profundizaron la tensión, su mirada brillante clavada en la mía. No había mirado a la derecha imaginando algo, ni había mirado a la izquierdo mintiendo, era sincera, sin duda alguna. Yo no dije nada, dejé que el silencio hablara por mi y me limité a acercarme a ella, quién lo único que hizo fue cerrar los ojos, resignándose al devenir del mundo, a la espera de su destino, luego de este razonamiento en los segundos de silencio, después de su confesión subliminal, toqué sus labios en cámara lenta con los míos, los acaricié y los dejé reposar sobre los suyos un pequeño momento más. Me alejé de su rostro, y la miré detenidamente focalizando cada mínima parte de su cara para recordarla luego cuando todo se termine. Ella me abrazó, como si quisiera que fuera parte de su cuerpo, nuestros labios se encontraron por segunda y ultima vez, la tome de las manos bien fuerte, le hice una leve reverencia y me fui.
Siempre me atrajo de manera particular aquello que tiene un carácter efímero como la vida de una mariposa o como el corto plazo y el movimiento eterno de un circo, sí, un circo. Ella era equilibrista, caminaba por la cuerda floja noche a noche y esa misma noche ella se fue para siempre, junto con el circo. Tal vez algún buen día, vuelva a levantarse una carpa, vuelva a sentarme en la tercera fila, vuelva a encontrarla y tal vez ni siquiera nos reconozcamos.
Emmanuel Perèt
Ella era, una chica que se puede denominar “normal”, no tenía absolutamente nada que la diferenciara de otra, una mas esbelta que otra, unos centímetro más, otros menos, los labios marcados, maquilladas o no eran todas iguales. Pero ella era diferente, única, no, no es una contradicción, es una reafirmación, ella era una sola en tiempo y espacio por todo lo que la rodeaba, ese algo imperceptible por la gran mayoría, esa ilusión, esa esperanza de poseer no con un sentido de propiedad, sino de extremado placer que puede causar el simple roce de unos labios, en una mejilla, en unos labios. No me atraía lo que ella me mostraba, ni siquiera lo que era, sino lo que yo veía (o creía ver) en ella.
No nos conocíamos, era la segunda vez que nos cruzábamos en esta vida. ¿Qué quería decir, entonces, en el momento en que dijo “me agradas...”? Muchas cosas.
Hay que tener en cuenta, que las mujeres, en los primeros encuentros, especialmente, con personas casi desconocidas por completo, nunca dicen lo que quieren decir, y si uno quiere descifrar lo que hay detrás de cada mensaje, porque tiene un especial interés en saber lo que la mujer le quiere comunicar tiene que hacer una labor similar al del Paleólogo en un códice de un siglo de antaño.
“Me agradas”, no me lo dijo con introducción, ni ornamentos de ningún estilo, no tomó la distancia, a la que suele aferrarse uno cuando habla con personas lejanas de edad, tratándola de “usted”, ya que en ese caso me hubiera dicho “me agrada” pero ahí había una “s” al final que la acercaba a mí más de la cuenta, me dirigió esa palabra, tomándome como su par, como si nos conociéramos, como si antes de esa palabra, hubiéramos pasados días completos conversando, me decía “vos me agradas”, ya era parte de ella, o al menos ella así lo sentía.
Aún cuando ninguna palabra de las que había pronunciado, las hubiera dicho con voluntad propia, existían otras palabras que el tiempo no se las permitía ni siquiera pensarlas. Jamás, me podría decir te amo, te quiero, te deseo, me gustas, porque feminidad se hubiera destrozado, se caería en pedazos, entonces el único sinónimo de aceptación era agradable, que la elevaba en delicadeza, que no decía nada más que le agradaba porque me sentía cerca, le interesaba y la entendí.
Luego dijo “pero...”, milésimas de segundo, en donde el tiempo se detiene y una infinidad de puntos suspensivos, comienzan a palpitar, las pupilas se dilatan y el pecho se oprime esperando con una mezcla de impaciencia y melancólica tristeza, algo contrario a lo que dijo anteriormente, le agradaba pero...
“No puedo hacer nada”. Ningún final de los tantos libros que leí, tenían tanta dulzura y belleza como el desenlace de esta frase. Todos sabemos que aquello que se nos presenta como prohibido en cierta medida, se nos puede presentar como posible objeto de deseo. Ella no dijo “no quiero hacer nada”, dijo “no puedo”, que es algo bien diferente, si no podía, era posible que quisiera, pero algo se lo impedía, ese algo en el mejor de los casos podía ser su compañero. Su pareja era lo que prohibía que ella me dijera e hiciera todo de manera explicita. El deseo era palpable en la atmósfera no había más palabras que las dichas y no habría más, nunca más. Los dos parados frente a frente sin decir nada durante ocho largos segundos que profundizaron la tensión, su mirada brillante clavada en la mía. No había mirado a la derecha imaginando algo, ni había mirado a la izquierdo mintiendo, era sincera, sin duda alguna. Yo no dije nada, dejé que el silencio hablara por mi y me limité a acercarme a ella, quién lo único que hizo fue cerrar los ojos, resignándose al devenir del mundo, a la espera de su destino, luego de este razonamiento en los segundos de silencio, después de su confesión subliminal, toqué sus labios en cámara lenta con los míos, los acaricié y los dejé reposar sobre los suyos un pequeño momento más. Me alejé de su rostro, y la miré detenidamente focalizando cada mínima parte de su cara para recordarla luego cuando todo se termine. Ella me abrazó, como si quisiera que fuera parte de su cuerpo, nuestros labios se encontraron por segunda y ultima vez, la tome de las manos bien fuerte, le hice una leve reverencia y me fui.
Siempre me atrajo de manera particular aquello que tiene un carácter efímero como la vida de una mariposa o como el corto plazo y el movimiento eterno de un circo, sí, un circo. Ella era equilibrista, caminaba por la cuerda floja noche a noche y esa misma noche ella se fue para siempre, junto con el circo. Tal vez algún buen día, vuelva a levantarse una carpa, vuelva a sentarme en la tercera fila, vuelva a encontrarla y tal vez ni siquiera nos reconozcamos.
Emmanuel Perèt