domingo, 30 de diciembre de 2007

Sin decir la palabra...


_Me agradas, pero no puedo hacer nada_ dijo ella, en una frase breve, cargada de resignación, en la cual su tono vibrante y lento, casi en susurro develaba inseguridad, como si fuera caminando despacio mirando el suelo, sin hacer ruido, apoyaba el pie preguntándose si daría el próximo paso o no, si la siguiente palabra que le seguía a la anterior serviría para aclarar o oscurecer lo único que podía decir. Su frase salió con esa culpa de frase furtiva, con el temor de un tabú, de lo que jamás hubiera dicho por conciencia propia sino fuera porque las cuerdas vocales vibraban autónomas, las palabras se aglutinaban en su boca y se caían solas de sus labios. Un sueño despierto en donde los sonidos salen de nosotros sin darnos cuenta, un pensamiento en voz alta. Pero sin duda alguna, ella se había escuchado y seguramente después se sintió más tranquila. La paz, la neutralidad, se concentró en su rostro de rasgos sutiles, con mejillas levemente sonrojadas por la irrigación, por los latidos fuertes, por la impaciencia que le causaba, el no poder expresar lo que su silencio quería ocultar, lo que su mirada gritaba. Sus ojos y su mirada, carne y espíritu se entrelazan en esa solución homogénea que brillaba, que a cada instante parecía derramar una lágrima, ese detalle de fragilidad, la bañaba de ternura incomprensible e iluminaba su deseo.
Ella era, una chica que se puede denominar “normal”, no tenía absolutamente nada que la diferenciara de otra, una mas esbelta que otra, unos centímetro más, otros menos, los labios marcados, maquilladas o no eran todas iguales. Pero ella era diferente, única, no, no es una contradicción, es una reafirmación, ella era una sola en tiempo y espacio por todo lo que la rodeaba, ese algo imperceptible por la gran mayoría, esa ilusión, esa esperanza de poseer no con un sentido de propiedad, sino de extremado placer que puede causar el simple roce de unos labios, en una mejilla, en unos labios. No me atraía lo que ella me mostraba, ni siquiera lo que era, sino lo que yo veía (o creía ver) en ella.
No nos conocíamos, era la segunda vez que nos cruzábamos en esta vida. ¿Qué quería decir, entonces, en el momento en que dijo “me agradas...”? Muchas cosas.
Hay que tener en cuenta, que las mujeres, en los primeros encuentros, especialmente, con personas casi desconocidas por completo, nunca dicen lo que quieren decir, y si uno quiere descifrar lo que hay detrás de cada mensaje, porque tiene un especial interés en saber lo que la mujer le quiere comunicar tiene que hacer una labor similar al del Paleólogo en un códice de un siglo de antaño.
“Me agradas”, no me lo dijo con introducción, ni ornamentos de ningún estilo, no tomó la distancia, a la que suele aferrarse uno cuando habla con personas lejanas de edad, tratándola de “usted”, ya que en ese caso me hubiera dicho “me agrada” pero ahí había una “s” al final que la acercaba a mí más de la cuenta, me dirigió esa palabra, tomándome como su par, como si nos conociéramos, como si antes de esa palabra, hubiéramos pasados días completos conversando, me decía “vos me agradas”, ya era parte de ella, o al menos ella así lo sentía.
Aún cuando ninguna palabra de las que había pronunciado, las hubiera dicho con voluntad propia, existían otras palabras que el tiempo no se las permitía ni siquiera pensarlas. Jamás, me podría decir te amo, te quiero, te deseo, me gustas, porque feminidad se hubiera destrozado, se caería en pedazos, entonces el único sinónimo de aceptación era agradable, que la elevaba en delicadeza, que no decía nada más que le agradaba porque me sentía cerca, le interesaba y la entendí.
Luego dijo “pero...”, milésimas de segundo, en donde el tiempo se detiene y una infinidad de puntos suspensivos, comienzan a palpitar, las pupilas se dilatan y el pecho se oprime esperando con una mezcla de impaciencia y melancólica tristeza, algo contrario a lo que dijo anteriormente, le agradaba pero...
“No puedo hacer nada”. Ningún final de los tantos libros que leí, tenían tanta dulzura y belleza como el desenlace de esta frase. Todos sabemos que aquello que se nos presenta como prohibido en cierta medida, se nos puede presentar como posible objeto de deseo. Ella no dijo “no quiero hacer nada”, dijo “no puedo”, que es algo bien diferente, si no podía, era posible que quisiera, pero algo se lo impedía, ese algo en el mejor de los casos podía ser su compañero. Su pareja era lo que prohibía que ella me dijera e hiciera todo de manera explicita. El deseo era palpable en la atmósfera no había más palabras que las dichas y no habría más, nunca más. Los dos parados frente a frente sin decir nada durante ocho largos segundos que profundizaron la tensión, su mirada brillante clavada en la mía. No había mirado a la derecha imaginando algo, ni había mirado a la izquierdo mintiendo, era sincera, sin duda alguna. Yo no dije nada, dejé que el silencio hablara por mi y me limité a acercarme a ella, quién lo único que hizo fue cerrar los ojos, resignándose al devenir del mundo, a la espera de su destino, luego de este razonamiento en los segundos de silencio, después de su confesión subliminal, toqué sus labios en cámara lenta con los míos, los acaricié y los dejé reposar sobre los suyos un pequeño momento más. Me alejé de su rostro, y la miré detenidamente focalizando cada mínima parte de su cara para recordarla luego cuando todo se termine. Ella me abrazó, como si quisiera que fuera parte de su cuerpo, nuestros labios se encontraron por segunda y ultima vez, la tome de las manos bien fuerte, le hice una leve reverencia y me fui.
Siempre me atrajo de manera particular aquello que tiene un carácter efímero como la vida de una mariposa o como el corto plazo y el movimiento eterno de un circo, sí, un circo. Ella era equilibrista, caminaba por la cuerda floja noche a noche y esa misma noche ella se fue para siempre, junto con el circo. Tal vez algún buen día, vuelva a levantarse una carpa, vuelva a sentarme en la tercera fila, vuelva a encontrarla y tal vez ni siquiera nos reconozcamos.
Emmanuel Perèt

domingo, 23 de diciembre de 2007

sábado, 22 de diciembre de 2007

Mucho, poquito, nada.

Siempre acostumbro a llevar mis bolsillos llenos de margaritas, que por mi camino encuentro y voy recogiendo, porque uno nunca sabe, cuando se puede encontrar con una decisión.
Entonces voy a tomar un café, llamo al mozo y se lo pido .-¿Cortado o común?- Tranquilo, agarro una margarita del bolsillo interior de mi saco, y la comienzo a deshojar, común, cortado, común, cortado... -Mozo, común por favor.- El mozo pregunta -¿Con azúcar o edulcorante?- Saco otra margarita, azúcar, edulcorante, azúcar, edulcorante... -Mozo, edulcorante por favor.-¿Con o sin media lunas?- Con, sin, son, sin... Con media lunas por favor, y rápido porque me están esperando para tomar una decisión. Siempre fui indeciso, ahora no tanto, bueno más o menos, pero gracias a las margaritas mi vida ha cambiado.
Me tomo el café y me preparo para deshojar mi última margarita, agarro la que más pétalos tiene y comienzo, me quiere, no me quiere, me quiere, mientras me acerco cada vez más, no me quiere, estoy por llegar, me quiere, ya me encuentro en la puerta, no me quiere, la abro el juez me espera, ella también, me quiere y entremezclado con un suspiro de melancolía y resignación digo -Sí, acepto.
Ahora mi esposa decidirá por mí, aún cuando yo no quiera, y las margaritas no me servirán de nada o... ¿Sí? No, si, no, si.
Emmanuel Perèt

jueves, 20 de diciembre de 2007

Alma de mi vida

Hacía ya un par de días que no me hablaba, y yo la sentía distante. La relación no era como en los primeros días de amor, hace como 60 años atrás. El tiempo había pasado tan rápido que casi no pude percatarme, de las cosas que se llevaba en su transcurso; entre ellas, mi cuerpo joven, casi toda mi vista, mis días, nuestro amor.
Hoy por la mañana, desde mi cuarto, que se encuentra al lado del suyo le dije, buen día y la invité a tomar mate, un silencio espeso me respondió por ella; creo que debe estar muy enojada, pensé en un primer momento, pero luego al encontrarme con mi recuerdo en un instante de lucidez, supe que no había salido de su cuarto, hacía tres días, ni siquiera a comer, entonces se me ocurrió que tal vez había muerto, y me preocupé, en verdad, me preocupé, pero no me animé a entrar, después me olvidé.
Recién me acordé, que era probable que estuviera muerta, lloré un poco, con el oído pegado a la pared y los ojos cerrados buscando un sonido de vida, pero nada.
Con los años incontrolables se había muerto mi alma enemistada con lo que queda de mi cuerpo, que la extraña, la añora, siente nostalgia y melancolía, por el alma de un joven, muerta por el paso del tiempo.
Emmanuel Perèt

domingo, 16 de diciembre de 2007

El Barrilete

Crepúsculo rojizo, tonos rosados, azules oscuros y unos pocos rayos de sol se desprendían del horizonte esa tarde cuando de niño remontaba contento mi barrilete.
Por momentos parecía que volaba solo, hacia piruetas, imitaba a las aves que pasaban por su lado, rozaba el suelo y nuevamente hacia la alturas a toda velocidad. Pero, de pronto, el viento que lo mantenía en el aire fue más fuerte de lo común y se corto el único hilo que lo ataba a la tierra.
Fue tan grande mi pena, al ver mi barrilete desaparecer en la oscuridad de la noche, que durante los siguientes días, volvía a la misma hora, al mismo lugar, a contemplar la inmensidad del cielo, con la esperanza de verlo una vez más por donde se fue.
Lo más curioso y sorprendente sucedió unos días después, cuando aún todavía con la pena a cuestas, caminando por ningún lugar, encontré en la rama de un árbol a mi barrilete, intacto, reluciente, tal como se había ido, ahí se encontraba, esperándome. La felicidad de ese momento fue tan indescriptible que creí estar en el cielo mismo.
Hace ya unos cuantos años que un viento fuerte se llevó a mi abuelo, hacia el mismo lugar que una vez se llevó a mi barrilete. Repetí la rutina al igual que ante, pero a diferencia de lo que sucedió con mi barrilete, a mi abuelo todavía no lo he encontrado, y tengo la esperanza, tengo la fe, que el día menos pensado, en el lugar menos imaginado, lo encuentre intacto, reluciente, tal como se había ido, esperándome.

Emmanuel Perèt

"Enjuga tu llanto y no llores si me amas" San Agustín

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Yo, Tu y El.

Verónica: Cuando nací ya estaba adentro y ya era parte.
Marcelo: Hoy estoy sólo, lo puedo asegurar o ... ¿lo estuve siempre y hoy lo noté?
Verónica: Millones de personas, en sus propios caminos, conforman una maraña confusa y egoísta ¿Dónde estoy? Perdida en el laberinto. Sola.
Marcelo: ¿Qué recuerdos concretos antes de los 16 años? Ninguno. ¿Después? Sí. Nací junto con mi pensamiento cuando tenía 16, miré a mi alrededor, me tomé la cabeza entre las manos, busqué y encontré un espejo y adentro de el, a mí.
Verónica: Quiero un abrazo, una caricia, un amor, me cuesta respirar, Hu! Se me pasa el colectivo, tengo que estudiar, llego tarde, mejor otro día.
Marcelo: Uno más, un planeta, un continente, un país, una provincia, una casa, yo, simplemente, yo.
Verónica: Insignificancia. ¡Basta! No soy una voluminosa masa de carne, mirá bien, aca estoy yo, ahi estas vos, somos, existimos.
Marcelo: Nacimos juntos, yo para vos, vos para mi. Pensar que compartimos el mismo universo y todavía no te había visto.
Verónica: No somos uno más, somos dos y ahí, hay muchos más.
Verónica y Marcelo: ¿Qué estudias?
Marcelo y Verónica: Medicina.
Verónica y Marcelo: ¿Dónde vivís?
Marcelo y Verónica: Acá.
Un mundo, una casualidad, vos y yo solos, nunca más.
Emmanuel Perèt

martes, 11 de diciembre de 2007

lunes, 10 de diciembre de 2007

Un Sol sin sentido

Qué difícil encontrarle un sentido a la vida con mis 18 años. Todo se me aparece repugnante, asqueroso, extravagante y desabrido. Correr tras el viento, dónde está el sentido? En el viento? En correr? En seguir? El sentido se encuentra en la esperanza de que cuando acabe el viento, tengamos la paz de descansar en la naturaleza, que algunos llaman Paraíso. Dicen mis padres, que hablan con Dios en un idioma que no entiendo y ellos tampoco.
Entonces caminé, sola, el desierto era tentador, sola, camine hacia el desierto peruano, y allá subí, la brisa, la cima. Sola, me senté y cerré mis ojos, pregunté por El. El cielo se torno de un gris extraño, tuve miedo, si estaba sola, tuve miedo cuando El me habló. Nunca lo creerían, insistirían en el tratamiento, seguirían sin dejarme estudiar. Y EL SENTIDO DONDE ESTA? Casi gritando le pregunté. _Levanta una piedra y allí estaré._ Entonces nerviosa, y sola en el desierto me puse de pie, levanté una roca y encontré un Sol. ¿Este es el sentido de la vida para los hombres? Todavía sigo sorprendida, sigo con el tratamiento, al fin y al cabo, tal vez tengan razón y el amor sea sólo parte de la ficción.
Emmanuel Perèt